Pensamientos morbosos

A QUÉ TANTA ADULACIÓN CUANDO NO LA NECESITAS


Sólo hay una cosa peor que un atajo de críticos que no tienen ni puta idea: una caterva de necios aduladores que tienen aún menos idea.

Hasta el día de hoy, tengo un grupo de amigos cuya mayoría de integrantes están todo el santo día enviándose unos correos electrónicos tan aburridos como una ensalada mixta. Y digo «están», no «estamos», porque aunque yo forme parte del grupo, no suelo contestarles muy a menudo. ¡Qué mierda! La verdad es que nunca les contesto. Sólo lo hago cuando ya me tocan demasiado las pelotas con sus interpelaciones para qué yo también les escriba: «Y tú por qué no contestas», «¡y tú por qué no contestas!», «¡¡y tú por qué no contestas!!»… ¡Por Dios, qué coñazo de gente! Entonces les envío un mail lo suficientemente irónico como para que piensen: «Qué cachondo, el tío.» Mientras que lo que debería estar retumbándoles en la cabeza es: «¿Por qué no vais a tocarle los huevos a otro, coño?» Pero debe de ser que lo hago demasiado bien —o demasiado mal, según se mire—, porque entonces vuelven a arrojarme sus palabras como escupitajos para que les siga escribiendo, porque según ellos, lo hago muy bien —lo de escribir, quiero decir—, y que «Caramba, ¿por qué no me dedico a éso?» Y por supuesto que tienen razón: escribo de puta madre. ¡No te jode! ¡Como si no lo supiera! No necesito la opinión de quienes sólo abren un libro para matar los obligados minutos de metro. No necesito la opinión de quienes piensan que Pérez Reverte es la quintaesencia de la literatura española. No necesito la opinión de quienes se creen que «sinalefa» significa alguna clase de guarrería sexualmente reprobable. Y coño, no necesito la opinión de quienes no han bregado en el fango de las palabras durante horas para dar con una sola frase adecuada.

En ésto de la escritura, la única opinión que necesito es la mía. Como dijo Roger Wolfe —aunque con otras palabras que ahora no recuerdo—, si tú mismo no sabes si lo que escribes es bueno o no, pues apaga y vámonos, y dedícate a otra cosa, chaval. Así que tranquilos, muchachos, abandonad vuestras bíblicas alabanzas y no os preocupéis demasiado por si no sigo escribiendo, que sólo llevo diez años haciéndolo con el solo público de mi conciencia y la sola alabanza de mi voluntad. Aunque vosotros no lo sabéis, claro. ¡Qué mierda vais a saber vosotros! ¿Creéis que me conocéis porque hace tiempo compartimos unos meses dentro de un aula en la que no había nada mejor que hacer que planificar las cañas que nos tomaríamos a la salida? Nadie puede decir que me conozca hasta que no haya leído alguno de mis escritos, porque, para bien o para mal, éso es lo que soy, ésa es la ropa con la que me visto cada mañana al levantarme de la cama. Y que yo sepa, vosotros, mentes liliputienses capaces de confundir «El guardián entre el centeno» con el nombre comercial de un pesticida, no habéis leído aún ni una cagarruta de mis fantásticos escritos.

Sí, sí, porque mis escritos son fantásticos, ¡coño!, claro que lo son. Si sabré yo —no vosotros— si escribo o no de puta madre. Como dijo Rilke, «una obra de arte es buena cuando ha sido creada necesariamente». Y aunque escribir, lo que se dice escribir, haya escrito poco, muy poco, durante estos diez años, nunca he perdido la costumbre de hacerlo, porque la «necesidad» siempre ha estado ahí, latente las más de las veces, pero presente las otras. Por eso soy tan bueno escribiendo, joder, porque lo hago necesariamente, y porque lo hago con todas las potencias creativas que quieren en mi voluntad.

Por algo será entonces que no os escriba a vosotros, lectores de correos electrónicos de prosa acomodada. Probablemente sea que no encuentre ninguna necesidad de escribir en vuestro errático idioma, la misma necesidad que tengo de que me conozcáis a través de ninguno de mis escritos. O será que con vuestras exageradas alabanzas al último párrafo que os he mandado por mail, demostráis vuestra valía como lectores: ninguna. ¡Porque era una auténtica porquería!

Sea como sea, con vuestras conminaciones que escriba, a que «hable», lo único que conseguís es empeorar la situación más de lo necesario. Con ellas me transportáis a mi lamentable juventud, puuaggg, a todas las veces en las que, encontrándome entre el grupo equivocado de personas, de repente, alguien, posiblemente el gracioso del grupo, el que siempre acaparaba las conversaciones con su dicción guayesca y obnubilada de sí mismo, me espetaba: «¿Y tú qué piensas? Porque tú nunca dices nada…» Y en ese momento —mar, ahógame—, todos mirándome, para acabar balbuceando cualquier majonada tan vulgar como cualquier otra, o ni siquiera, «Yo…, bueno, nada…, si estoy de acuerdo contigo…», para seguir, en fin, diciendo la misma nada de siempre, pero ahora encabronado, sólo para que el graciosete de turno viera confirmada la realeza de su sangre en todo aquel mosqueante juego de chuscos roles sociales.

Porque esa solía ser su verdadera y siniestra intención con la preguntita, sin darse cuenta además —como bien decía un compañero mío de la Facultad— que para que haya gente tan insoportablemente «graciosa» en el mundo, también tiene que haber gente tan insoportablemente callada como los de mi calaña. La otra explicación que cabía era que el sujeto en cuestión abrigara honestas intenciones, pero que debido a su incapacidad de ponerse a padecer con el otro, al final resultaba ser un inepto socialmente inconsciente, porque como bien sabemos los que no hablamos casi nuca, «¿Y tú no hablas?» es exactamente la última frase que se nos puede arrojar para que abramos la boca, por muchas cosas interesantes que podamos tener humedeciéndonos los labios.

Me pregunto, en fin, si alguno de vosotros pertenecisteis a alguno de esos dos grupos en vuestra juventud y a cuál de los dos grupos pertenecéis ahora que me decís que os escriba. Yo, en aquel entonces, qué le iba a hacer, no hablaba, era tímido hasta la médula. Sin embargo, ahora, en la actualidad, ya no soy tan tímido, pero sigo sin hablar casi nada, qué le voy a hacer otra vez. Aunque ahora ya no es por timidez, sino por prudencia: ahora prefiero escuchar primero, seleccionar después la conversación que más me pueda interesar y tratar de hablar finalmente sólo cuando crea que mis palabras vayan a ser mejores que mi silencio.

Así que seguid, seguid, no os cortéis y seguid hablando del tiempo que hace en vuestras geniales conversaciones de ascensor con el fin de mendigaros a vosotros mismos. Yo, por mi parte, termino de escribir estas líneas vestido con una camiseta de Mazinger Z. ¡Puños fuera! El próximo torpedo que os lace va a ser un mail completamente en blanco. A ver qué pasa.

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